martes, 3 de julio de 2012

Internet y el libro no son enemigos

EL agosto del año pasado, una columna publicada en este diario por el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, con el polémico título Más información, menos conocimiento, actualizó una polémica que se da en forma habitual cada vez que se compara un medio reciente, en este caso Internet, con otro, en este caso, el libro. Precisamente, la opinión de Vargas Llosa se basa en un libro de Nicholas Carr, titulado “Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?” , cuya tesis central es que el uso intensivo de la red genera en nosotros un debilitamiento de la memoria y el pensamiento en virtud de depositar esta facultad en un dispositivo externo como la computadora. Para Carr, Google promueve un tipo de lector superficial con su propuesta de enlaces, etiquetas y otros elementos, que piensa por nosotros y entrena un tipo de usuario perezoso, falto de atención y razonamiento crítico.
En los próximos párrafos intentaré fundamentar por qué no estoy de acuerdo con estos autores. Durante varios años he realizado una minuciosa investigación, que incluyó entrevistas en profundidad y encuestas a jóvenes y adultos sobre su modo de lectura en la pantalla de la computadora y que se complementó con el análisis de las sesiones de Internet que ellos realizaron. La conclusión principal es que Internet efectivamente propone un tipo de lectura superficial y fragmentada, que tiene un antecedente histórico importante en la lectura extensiva,  en un período particular de la Edad Media que fue la Escolástica. En aquél entonces –como dice Roger Chartier- apareció un artilugio muy singular: la rueda de libros, de la cual en la actualizad se conservan ejemplos en algunos museos. Esta rueda de libros permitía leer varios libros a la vez, los cuales estaban abiertos en determinadas páginas, y mediante la acción de una manivela el lector podía optar por leer uno u otro en el orden que deseara. De aquella época también provienen  el cuaderno de notas o de lugares comunes, los florilegios y otros dispositivos que permitían acceder rápidamente a los textos –por ejemplo, los libros de los Padres de la Iglesia- y componer sencillamente un ensayo sin necesidad de recurrir a las fuentes originales. Esta lectura extensiva le sucedió a la lectura intensiva, en la que se leían pocos libros en forma repetida, hasta el punto de memorizarlos, y que suponían una relación de veneración hacia el texto, al punto que la lectura era considerada como una especie de oración, que se realizaba principalmente mascullada, en voz baja, como la ruminatio del monje. La mirada apocalíptica propia del enfoque de Vargas Llosa y Carr pareciera guardar resabios de esta lectura intensiva, que se daba en un contexto donde los libros escaseaban, como así también los lectores alfabetizados. Este enfoque supone que la lectura de un libro completo es mejor o superior que la lectura de muchos textos en modo superficial, textos menores o secundarios. El error de este planteo está en oponer los dos tipos de lectura, como si uno fuera a reemplazar al otro. Y esto nos lleva a dos reflexiones. En primer lugar, que la idea de sustitución de un medio por otro –“el libro matará a la catedral” como dice Frollo, en El Jorobado de Notre Dame cuando señala la naciente imprenta de Gutenberg- siempre aparece cuando surge un nuevo medio. El fantasma del reemplazo es propio de una mirada restringida que iguala dos medios que tienen importantes diferencias que no hay que soslayar. Y aquí entramos en la segunda cuestión: la pantalla y el libro ofrecen distintas experiencias de lectura, que no se oponen sino que se complementan. Justamente una de las conclusiones de mi investigación al respecto es que mientras que la pantalla ofrece –como decíamos antes- un tipo de lectura fragmentado, superficial, entrecortado;  el libro propone un tipo de lectura concentrado y profundo. Pero estos modos de lectura no se oponen, sino que se complementan. Otra vez la historia de la lectura nos da una lección: como señala Chartier, cuando surge la lectura silenciosa no se opone a la lectura en voz alta, sino que ambas se daban en distintos contextos –y se siguen dando- haciendo uso de su especificidad. La lectura en voz alta era una lectura social, heredera de la oralidad, que demandaba cierta performance de parte del lector/orador; mientras que la lectura silenciosa supuso el repliegue en el mundo individual del lector, de ahí el surgimiento de géneros literarios como el erótico. La especificidad del libro –en tanto interfaz especializada- es la lectura concentrada, porque el libro no ofrece otro tipo de estímulo más que el de la lectura. En tanto, la especificidad de la pantalla es la lectura dispersa, porque la propia interfaz de la computadora (el teclado, la pantalla, el mouse) ofrece multiplicidad de estímulos, y su lector/usuario  imaginado es un lector multitarea que puede realizar varias cosas a la vez en el mismo dispositivo, donde la lectura representa sólo una de las posibilidades. Justamente esta posibilidad multitarea de la pantalla es el principal factor por el cual los jóvenes deciden leer en pantalla, a la vez que es la principal razón por la que se pierden o desorientan al hacerlo. Esto, que a primera vista puede parecer simplemente contradictorio, es complejamente complementario: el rasgo inmanente de la lectura en la pantalla es la distracción, y aquí coincido absolutamente con  Carr –quien lo  fundamenta a través de numerosos estudios científicos- cuando afirma que la lectura en este dispositivo produce una sobrecarga cognitiva al tener que hacer clic todo el tiempo. Esta demanda excesiva depositada en la manipulación del dispositivo de lectura mantiene explícitas las condiciones de lectura y hace que todo el tiempo tengamos la sensación de estar apurados cuando leemos en la pantalla, lo cual nos lleva a concluir la lectura lo antes posible para hacer otra cosa.  La lectura de la pantalla, podemos decir, implica un regreso a la “ruidosa” lectura en voz alta, porque los jóvenes –y los no tanto- leen en pantalla principalmente para interactuar con otros en las redes sociales, en el chat, o consultan su correo electrónico, las actualizaciones de su sindicador de noticias o hablan con otros a través de Skype.  Entonces, cuál es la conclusión: que el lector debe elegir en qué dispositivo leer el tipo de texto que quiera leer. Si quiere leer las últimas noticias, los posteos de un blog,  las actualizaciones del Facebook o el Twitter, no hay nada mejor que la pantalla de la computadora. Ahora, si lo que quiere es leer una novela, un ensayo o un texto literario, no hay nada mejor que un libro.
Nuevamente la historia de la lectura –lo que por otro lado nos enseña que “no hay nada nuevo bajo el sol”- nos puede dar una pista, dado que de los últimos siglos del libro copiado a mano data la clasificación de los libros según sus formatos: el gran folio, el libro de banco –que tenía que ser apoyado para ser leído y que generalmente era el libro de estudio universitario-, el libro humanista, más manejable y el libellus o libro portátil. El género estaba asociado al tipo de formato, es por eso que el lector accedía al libro conociendo a qué género pertenecía el mismo. Entonces, cuando accedemos a un texto en Internet, y teniendo en cuenta a los rasgos que mencionamos antes, sabemos que vamos a hacer un tipo de lectura superficial en virtud del dispositivo que elegimos para leer, y más teniendo en cuenta que Internet es escenario de una hibridación, yuxtaposición y entrecruzamiento de diversidad de géneros. Cuando elegimos el formato impreso, que a su vez aparece identificado en su género (novela, ensayo, etc.) sabemos que la propuesta de lectura es concentrada y profunda. En ese sentido, los adultos entrevistados en mi investigación eligen usar Google u otro buscador para buscar información sobre textos que luego leerán en forma profunda en formato impreso. Entonces, lejos de ser el demonio que termina con la buena lectura, Internet promueve de un modo inusitado la lectura de textos a los que probablemente de otro modo no se tendría acceso. Asimismo, los jóvenes  confiesan que para “leer bien”, deben leer en el impreso, porque en la pantalla se “tientan” con las ofertas de interacción. Esto tiene que ver con que la elección de uno u otro dispositivo de lectura obedece a  las metas y estrategias de lectura. En otras palabras: la culpa no es de Internet sino del uso que se hace de Internet, o como reza el refrán popular: “la culpa no es del chacho sino del que le da de comer”.

Para terminar, una última digresión sobre algo que Carr menciona al pasar en su libro y que Vargas Llosa omite en su columna: ¿qué sucede con los nuevos dispositivos de lectura como los libros electrónicos  que buscan emular a la interfaz especializada del libro impreso con todas las ventajas de las pantallas digitales?  Me refiero a dispositivos como el Kindle, que llamativamente es el producto más vendido de Amazon, la tienda virtual que en las últimas semanas ha avanzado sobre el mercado editorial de habla hispana. Equipado con tecnología de tinta digital, el Kindle ofrece la experiencia de lectura del impreso con la posibilidad de acceder a los textos directamente desde Internet. Es decir, el libro pervive en un nuevo soporte, potenciado con la posibilidad de las redes, lo que permite, por ejemplo, sin dilaciones, acceder s los libros citados por el autor del libro que se está leyendo o a otros libros del mismo autor, compartir a través de Twitter comentarios o marcaciones del texto que se está leyendo, esto sin mencionar el ahorro de papel y sus consecuencias ecológicas sobre el planeta. Paradojalmente,  Superficiales. ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes?  fue el primer libro que leí en Kindle, en forma completa y concentrada, tal como aquellos libros en papel que pueblan mi biblioteca.

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